Abrir
las grandes alamedas, 40 años después
En esta época deprimida y deprimente,
sería bueno volver la vista
a la ‘Via chilena’ y recordar lo que nos enseñó
La experiencia chilena, la llamada Vía chilena al
Socialismo, tuvo unas consecuencias políticas de gran calado en toda
la izquierda occidental. Se produjeron —podemos sintetizar— tres tipos de
respuesta: primera, la que podríamos llamar de izquierda
revolucionaria, partidaria de la lucha armada, convencida de que la
dicotomía era revolución o fascismo, y de que nunca se podría alcanzar el
socialismo por el mismo camino que se intentó durante los años de la Unidad
Popular en Chile; segunda, la ortodoxa, de matriz soviética,
que aun valorando la posibilidad de que —al menos teóricamente— se pudiera
transitar pacíficamente hacia el socialismo, entendía que había de contemplarse
la utilización de la fuerza para defender las conquistas revolucionarias; y
tercera, la que se nos antoja más innovadora, la que Achille Occhetto, en
sintonía con su predecesor Enrico Berlinguer, denominaría años después, ya en
los años 80, un reformismo fuerte:“un reformismo que no se conforma
con retoques de fachada, sino que interviene sobre las contradicciones de fondo
de la sociedad con propuestas realistas (…), una alternativa democrática y
reformadora que tenga como protagonistas a las fuerzas del progreso”.
Cuarenta años después del fatídico final de la Vía chilena y
25 de estas palabras del comunista italiano, sabemos que el mundo no solo no ha
avanzado hacia el socialismo, sino que la gran superpotencia soviética ya no
existe, y que la gran potencia china, oficialmente un país socialista con el
Partido Comunista como Partido único, es un híbrido del que no se sabe cuál es
realmente ni su modo ni sus relaciones de producción. Dejando de lado la
excepcionalidad norcoreana y el atípico Vietnam, solo Cuba sigue auto
considerándose un país socialista. Han surgido, eso sí, a su estela, algunos
regímenes, singularmente el venezolano o bolivariano y otros que se encuentran
en su cercanía, que se adscriben a un llamado —e indefinido— socialismo
del siglo XXI.
Hace 20 años, Eric Hobsbawm escribió unas palabras que aluden a una
patología que ha afectado y afecta a la izquierda política realmente existente
en Occidente: “A quienes consideran que no sólo es más sencillo sino también
mejor mantener ondeante la bandera roja, mientras los cobardes retroceden y los
traidores adoptan una actitud despectiva, les acecha el grave riesgo de
confundir la convicción con la prosecución de un proyecto político; el
activismo militante con la transformación social y la victoria con la ‘victoria
moral’ (que tradicionalmente ha sido el eufemismo con el que se ha denominado
la derrota); el amenazar con el puño en alto al statu quo con
la desestabilización del mismo o (como sucedió muchas veces en 1968) el gesto
con la acción”.
Es por ello que hoy, cuatro décadas después de la muerte de Salvador
Allende y del inicio de la dictadura que ensangrentó a Chile y que conmovió al
mundo, tanto más al que se identificaba con los valores de la izquierda
política, debiéramos volver a leer aquel proceso chileno.
Se impone la necesidad de
generar amplios consensos que permitan construir una democracia de altísima
calidad
A quienes hace décadas denostaban la despectivamente llamadademocracia
burguesa, les sorprendió la crueldad insoportablemente desgarradora de
la dictadura (por supuesto burguesa). A quienes hasta hace
poco infravaloraban los avances del Estado llamado del Bienestar, implementado
en los países en los que la izquierda reformista (más o menos) fuerte había
conseguido afianzarse, les sorprende ahora la facilidad con la que los
gobiernos que gestionan la crisis económica y financiera que estamos viviendo
en los países del sur de Europa están desmontando los logros alcanzados. Y
ahora los valoran como nunca antes lo hicieron, incluso hasta convertirlos en
bandera propia.
Estamos en una fase deprimida y deprimente en cuanto a las luchas
políticas por los derechos sociales, por la democratización radical de nuestras
sociedades. Ha ocurrido antes. María José Orbegozo, periodista especializada en
la política italiana, escribía en 1981: “Cuando en octubre de 1973, frente a la
caída de Salvador Allende en Chile, Berlinguer propuso el compromiso
histórico entre las fuerzas mayoritarias (democristianos, socialistas
y comunistas), el secretario general albergaba en su mente un proyecto muy
ambicioso: modificar gradualmente las orientaciones de fondo de dichas fuerzas
políticas y, muy en particular, de la Democracia Cristiana, para acelerarlas a
un encuentro con los comunistas, evitando así el riesgo de una reacción
derechista que, incluso, podría tener el apoyo de las masas”.
El proceso italiano no evolucionó por la senda prevista por los
comunistas de los años 70, ni mucho menos. Pero no es eso lo que nos interesa
ahora. Lo destacable, en nuestra opinión, es la lectura provechosa que se hizo
de la experiencia chilena. Aunque en estos años difíciles debamos ser
necesariamente críticos al evaluar las aplicaciones prácticas de lo que el
proceso chileno enseñó al mundo, particularmente a la izquierda política
reformista, parece poco discutible que se impone y se impondrá siempre la
necesidad de generar amplios consensos que, —parafraseando a Berlinguer—,
permitan construir una democracia de altísima calidad que propicie un Estado
que garantice el pleno ejercicio y el desarrollo de todas las libertades. De
todas. Solo así se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre,
para construir una sociedad mejor.
Joan del Alcàzar es catedrático
de Historia Contemporánea de la Universitat de València.
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